11 octubre 2011

fútbol para todos

Casi nadie muere en los pasillos de los hospitales,
dejó de ser elegante, en realidad nunca lo fue.
Más estilo tiene la camilla
que es como una mesa de bar
en la que el mozo es la enfermera,
la carta el vedemécum
y el alta la cuenta.
La muerte es estar seco.
Abundan las escaleras en esos museos del dolor.
Una vieja que usa los pelos granates
se me sienta al lado,
me pregunta si estoy mal del hígado,
le respondo que mi palidez es natural
-entonces del estómago, replica.
Dice que puede ver “cosas”, que no es por mi color.
La indago sobre las cuatro cifras a la cabeza
en la quiniela nocturna,
se ataja con que los números son de la oscuridad.
Tiene a su otro lado un niño coya en brazos de su madre.
De repente el pequeño grita
y jala el cabello de la vieja con fuerza,
sus minifacciones se tensan al máximo,
su cara denota el deseo de justicia,
detecta el mal o la locura mística
en cada palabra de la vieja
que ríe con la cara en cuarenta y cinco grados
y el cabello bordó horizontal por el tirón,
mezcla de sufrimiento con impotencia.
Saciado el niño, la madre se aparta.
Queda una vieja con el peinado maltrecho
acomodando su cabeza, sólo por fuera.
Le comento que un hermano mío
murió de cáncer con el hígado podrido.
La vieja habla sobre prepararse para la ascensión
“Soy de acá señora, me quedo acá”, retruco
Luego retrocede hasta perderse por la puerta gris.
Debió haber callado.
El niño ya no grita.
La recepcionista llama a Vázquez,
el cartel luminoso marca el número 28,
son las cinco y veinte,
a las siete y diez juega Belgrano.
Nadie va a morir por ahora.

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