23 agosto 2010

cataratas

El día que vomite todo mi odio,
aparte del riesgo de deshidratación
luego del chorro final,
de la última contracción del abdomen,
comenzarán a emerger mis órganos,
uno a uno por esta boca.
Hasta volverme reversible,
dejando a la intemperie
algo como una desnudez viscosa
sólo vista en manuales forenses
o en bibliografía para el estudio anatómico.
Los perros me provocan desconfianza.
No dejo de imaginarme huyendo
de un hijo de puta de cuatro patas
que se me acerca no por algo de cariño,
si no para sondear si me puede afanar
un riñón o pellizcar un ganglio;
o corriendo a un cocker que se escapa
con mi intestino delgado entre los dientes
unos metros adelante
como si lo estuviera llevando de paseo
pero que en vez de correa
va aferrado a una manguera de carne
rellena de deshechos, de mierda humana
en un juego macabro que cuaja la digestión
y hace ensanchar los pulmones.
El odio me hace perder el apetito.

17 agosto 2010

partir

Algo me dice que partir no es lo mismo
que seccionar el pan confraternalmente,
la referencia es a escapar, a irse de algo.
La pasta asomando del tubo de dentífrico
sin posibilidad cierta de volver a insertarse
pero con el consuelo de correr mejor suerte
que terminar espumosa absorbida por resumideros.
Tengo los huevos frizados de tanto invierno.
Debo partir.

otra siesta

Un boludo que conozco,
piensa que los mejores sueños
son los que fermentan a la siesta,
en el punto extremo de calor de la loza.
Tal vez había dejado de soñar de noche.
Después se dio cuenta, debía acostumbrarse
a vivir sin esos reflujos de realidad.
Hay quienes cabecean, cinco o diez minutos
en el colectivo y recobran, reponen,
de vuelta de algún lugar como el trabajo.
A otros les gusta tirarse media hora
y saltan como resortes antes de entrar
en la embriaguez del sueño profundo.
Eso no alcanza, mínimo una hora, dos o tres.
Sólo después de ese transcurso
se llega al estado de despertar y no saber
si es hoy o mañana; si se es una persona
o una agenda electrónica con autonomía.
Si es la vida o una película de Jorge Polaco
en una pantalla líquida de seis mil pulgadas.
A lo mejor la siesta no ofrece alternativas.
Tal vez prefiera cubrirse de frazadas
hasta la mitad de la nariz.
Afuera, los perros se revuelcan en la tierra seca,
menos los que cuidan propiedades
con grandes jardines, cerca de garitas.
Muchos sueñan con esto, vivir reja de por medio.
Ya no quedan series americanas en TV.
Ya nadie sueña con la pequeña casa de la pradera.