06 abril 2011

rescatate gorda

Conozco una gorda que de un año para el otro se puso buena,
buena en el sentido fornicatorio de la palabra,
no buena de buena leche sino buena de chuparla con los ojos abiertos
esperando que la rieguen de leche buena,
quizás con la espectativa de evitarse una comida.
Los tipos comunes se empezaron a acercar más seguido,
a menudo, con deseos de insertarle el cogote de pollo.
Ella se los bajaba como la convertibilidad, uno a uno.
Los marcaba con palotes en la pared de su dormitorio,
había hecho una especie de guarda que arrancaba
a la altura de la mesa de luz y se perdía en el extremo opuesto de la cama
Tenía un hijo pequeño que vivía con ella en una casita
que pagaba el padre de la criatura, un señor muy serio y pálido.
Un día, el niño intrigado le preguntó a su madre,
¿qué son esas rayitas detrás de la cama grande?
Ella puso la cara de Grecia Colmenares
y respondió: son los días que hace que tu papá nos abandonó,
se fue con otra persiguiendo la felicidad, y nos dejó acá
abrazados el uno al otro, masticando el dolor;
hasta la computadora se llevó, pero me dijo antes de irse:
‘harás una guarda de palotes verticales
pegados uno tras otro en la cabecera de la cama
hasta que el círculo se cierre, entonces fijate lo que pasa’.
Cuando esa guarda haga que las líneas se choquen entre sí,
ese día, hijo, vos tendrás un nuevo papá,
lindo, rico, bondadoso y popular,
como siempre quisimos con tus abuelos.
Sabio tu papá, hijo, debo reconocerlo, ese creo es su único don
porque como hombre, dejaba mucho que desear.
Pobre gorda, creía que el cerebro era para amortiguar el golpe
en caso en que en una fellatio furiosa
el miembro atravesara de lado a lado el paladar.
Eso, es imposible

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